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Mundo

La ruptura de una costumbre en los Estados Unidos

Por: Raúl Bard

Yo, Joseph Robinette Biden Jr., juro solemnemente que desempeñare fielmente el cargo de presidente de los Estados Unidos y pondré todo mi empeño en preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos”

La Casa Blanca de Estados Unido. Google

Esas serán las palabras que el nuevo mandatario deberá pronunciar el próximo miércoles en las puertas del Capitolio en Washington, tal como establece la primera sección del Artículo II de la Carta Magna, aprobada en 1787 y que entró en vigor en 1789, 13 años después de la declaración de independencia de ese país. Aunque no hay un artículo específico de la Constitución que así lo indique, la costumbre establece que, antes del primer mandatario, el que toma posesión del cargo es su vicepresidente, que en este caso por primera vez en la historia, será una dama: Kamala Harris.

Regulado por la Constitución y por una enmienda específica vigente desde 1.933, el juramento del nuevo mandatario sigue un protocolo que en gran medida se rige por los usos y costumbres. Nada queda librado al azar en materia de transmisión de mando en EE. UU. La fecha del 20 de enero fue instaurada por la XX enmienda constitucional, aprobada el 2 de marzo de 1932 y ratificada el 23 de enero de 1933. Anteriormente, el día de la asunción era el 4 de marzo, porque se contemplaba el tiempo de traslado del mandatario electo hasta la capital, una vez confirmada la elección por parte de las dos Cámaras del Congreso. El primer jefe de Estado en jurar en la fecha estipulada por esta enmienda constitucional fue Franklin D. Roosevelt, al iniciar su segundo mandato el 20 de enero de 1937. En tres ocasiones, debido a que la fecha caía originalmente un domingo, la ceremonia debió trasladarse al día siguiente, el lunes 21 de enero: fueron las juras de Dwight Eisenhower, en 1957; Ronald Reagan, en 1985; y Barack Obama, en 2013. Hubo, desde 1933, tres casos históricos en los que las circunstancias obligaron a una jura fuera de la fecha establecida y sin mayor preocupación por el protocolo. Fue durante las tomas de posesión de los presidentes Harry Truman, Lyndon Johnson y Gerald Ford, quienes, tal como establece la sección primera de la XXV enmienda –aprobada en 1967–, se convirtieron automáticamente en presidentes por “remoción, muerte o renuncia” del mandatario en funciones. Los dos primeros casos lo hicieron debido al fallecimiento de los respectivos presidentes en funciones –Franklin Delano Roosevelt, el 12 de abril de 1945, y John Fitzgerald Kennedy, asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963– y, en el tercer caso, Ford asumió el 9 de agosto de 1974, tras la renuncia de Richard Nixon en medio del escándalo del Watergate. Fuera de la normativa constitucional, rigen ciertos usos y costumbres que se han ido transmitiendo y se han convertido en una tradición que se repite cada cuatro años. Sin ser un requisito legal, el protocolo ha establecido que el presidente de la Corte Suprema de Justicia sea quien tome el juramento al presidente entrante. En el caso de Biden, esa responsabilidad recaerá sobre el juez John Glover Roberts Jr., quien ya cumplió la misma función durante las tomas de posesión de Barack Obama, en 2009 y 2013, y de Donald Trump, en 2017. El debut de Roberts en estos menesteres fue un tanto accidentado, ya que invirtió el orden de las palabras del juramento, que debía repetir Obama, y generó cierto nerviosismo en el público asistente. Al día siguiente, el 21 de enero de 2009, en una ceremonia privada en la Casa Blanca, los dos protagonistas repitieron la jura para evitar cualquier tipo de suspicacia.

Una costumbre, que se romperá por primera vez en 152 años, es la presencia del mandatario saliente: Donald Trump, envuelto en la polémica luego de los acontecimientos del pasado 6 de enero, hizo pública su decisión el viernes 8. El último antecedente histórico data de 1869, cuando el demócrata Andrew Johnson se negó a participar del juramento del republicano Ulyses Grant, el recordado general que condujo el ejército de la Unión durante el último tramo de la guerra de Secesión (1864-1865). El enfrentamiento entre ambos llevó a que Grant apoyara un fallido proceso de juicio político –el primero en la historia– contra Jackson, quien resultó finalmente absuelto por el margen de un solo voto, al no alcanzar el Senado los dos tercios requeridos por la Constitución. Otra de las costumbres es el juramento sobre una Biblia, que habitualmente tiene en sus manos la futura Primera Dama. En el caso de Joe Biden, será su esposa Jill, con la particularidad de que se trata del segundo presidente católico de la historia de EE. UU., luego de J.F.Kennedy. El uso de la Biblia también ha tenido sus particularidades en las últimas ceremonias: la histórica Biblia sobre la que juró Abraham Lincoln en 1861, conservada en la Biblioteca del Congreso, fue utilizada por Barack Obama en 2009 y 2013, y por Donald Trump en 2017. Obama incluyó también, en su segunda ceremonia de toma de posesión, un ejemplar de la Biblia del reverendo Martin Luther King, abanderado de los derechos de los afroamericanos. En el caso de Joe Biden, durante sus dos juras como vicepresidente y, anteriormente, cuando le tocó hacerlo como senador, utilizó a un ejemplar de la sagrada escritura que su familia conserva desde 1893.

Hemos explicado en anteriores publicaciones que las elecciones de Estados Unidos implican un largo proceso. Después de las primarias partidarias y las campañas, los ciudadanos van a las urnas para elegir a su candidato. Aunque, en rigor, eligen a los electores de sus estados que luego representarán su voto. Este año, las elecciones fueron el 3 de noviembre, aunque comenzaron antes con el voto anticipado y el voto por correo debido a la pandemia del coronavirus. En la mayoría de los estados (excepto Maine y Nebraska), el ganador de la mayor cantidad de votos de un estado se lleva el total de votos electorales (equivalente a la cantidad de legisladores nacionales de cada estado). En general, en la noche electoral se conoce al ganador y luego le siguen varios pasos formales y poco noticiosos hasta el día de la asunción, el 20 de enero siguiente. Este año fue excepcional. Por muchos motivos. Debido a la exorbitante cantidad de votos por correo (más de cien millones ¡ ), y por un recuento muy desordenado e irregular en muchos casos, recién se declaró públicamente un ganador el 7 de noviembre, cuatro días después de las elecciones. El 14 de diciembre, los electores finalmente se reunieron en sus estados y avalaron el triunfo de Biden, en un claro desplante de varios gobernadores y congresistas republicanos al presidente de su propio partido. Luego, en el último paso formal antes de la asunción del 20 de enero, el Congreso se reunió para contar los votos, en una sesión presidida por el vicepresidente, Mike Pence. El mandatario republicano, aferrado al poder aun mientras perdía aliados y consensos en el camino, parecía decidido a impedir la certificación del triunfo de Biden. Su primera apuesta fue política. Pero sus presiones sobre Pence o el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, no funcionaron. El vicepresidente le soltó la mano a su jefe político al afirmar que no tenía autoridad para descartar votos electorales, como le había exigido Trump públicamente.

Ese día, marcado por la violencia en el Capitolio dejó por lo menos cuatro muertos y 14 policías heridos. Una de las víctimas mortales fue Ashli Babbitt, una veterana de guerra y seguidora de Trump que fue baleada dentro del edificio. Además, la policía confiscó armas -incluidas armas largas- y arrestó a por lo menos más de una decena de personas durante las protestas, dijo Robert J. Contee, jefe del Departamento de Policía Metropolitana de DC; la cual responde al gobierno demócrata de la capital norteamericana, quien fue el que dio la orden para que la policía retirara las vallas que rodeaban al congreso para que los manifestantes pudieran ingresar al mismo sin impedimento alguno.

Luego de que el Congreso retomara la sesión, el Congreso validó la victoria de Joe Biden, último requisito antes de su investidura el 20 de enero. El vicepresidente republicano Mike Pence certificó el voto de 306 grandes electores a favor del demócrata, frente a los 232 logrados por Trump. Finalmente, un total de seis senadores y 121 congresistas republicanos se mantuvieron fieles a la estrategia de Trump, aun después del caos, y manifestaron sus objeciones al resultados electoral, aunque no pudieron evitar el desenlace. Trump reaccionó poco después a través de un comunicado. “Aunque estoy totalmente en desacuerdo con el resultado de las elecciones, y los hechos me respaldan, habrá una transición ordenada el 20 de enero. Siempre dije que continuaríamos nuestra lucha para asegurarnos de que solo se contaran los votos legales. Si bien esto representa el final del mejor primer mandato en la historia presidencial, es solo el comienzo de nuestra lucha para hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”, manifestó el mandatario.

También esos días estuvieron marcados por los resultados de la segunda vuelta de las elecciones en Georgia para elegir a sus senadores. Esos dos escaños iban a definir el poder que Biden tendrá en el Congreso a partir del 20 de enero. Por la mañana, se conoció que los demócratas habían obtenido uno de los dos escaños en juego en ese estado tradicionalmente conservador. Finalmente, y en medio del caos, se confirmó que los demócratas lograron arrebatarles a los republicanos ambos asientos en esa cámara. De esta manera,los republicanos -que ya eran minoría en la Cámara de Representantes- perdieron el control del Senado, que quedará dividido con 50 senadores para cada partido. La vicepresidenta Kamala Harris se queda con el voto del desempate.

Mientras tanto, los demócratas en su afán de que Trump no pueda presentarse nuevamente como candidato a presidente, hicieron el intento de apelar a la enmienda 25 de la Constitución, que transfiere el poder al vicepresidente si el mandatario “no puede cumplir con los poderes y deberes de su oficina”. Para activarla, Pence hubiera necesitado que la mayoría del gabinete avale que el mandatario no es apto para el cargo, para quitarle el poder temporalmente. La cuestión luego pasaría al Congreso, donde se requiere el voto de dos tercios de las cámaras para destituirlo.

También intentaron con el juicio político, el cual logró la aprobación en la Cámara de Representantes, pero para confirmar la destitución se necesita ahora una mayoría especial de dos tercios del Senado, 67 de los 100 senadores. En la Cámara Alta los republicanos tienen 51 bancas y los demócratas 46, además hay 2 independientes. Pero, a diferencia de lo que sucedió en el juicio político de hace un año y que muestra que parte de la dirigencia republicana le dio la espalda a Trump, los líderes republicanos no instaron a sus miembros a votar en contra de la impugnación y dijeron que se trata de un asunto de conciencia individual. De hecho, el líder republicano del Senado, Mitch McConnell, indicó que no descarta votar para condenar al presidente. Si Trump hubiera podido ser removido, los legisladores también podrían haber votado a favor de inhabilitarlo para futuros cargos públicos. Cincuenta votos en este caso (una mayoría simple) son suficientes para hacerlo.

El juicio político era inviable desde su inicio. En estos momentos el Senado está en receso y retoma las actividades el 19 de enero, justo un día antes de la asunción de Joe Biden, y de la salida de Trump. Por lo que el proceso concluirá ya con el mandatario fuera del Salón Oval. ¿Se puede destituir a un funcionario si ya abandonó el cargo? No hay un consenso claro sobre esto. Hay especialistas que entienden que el juicio no debería continuar sino que tendría que derivar en cargos criminales presentados por el Departamento de Justicia y otros que postulan que es importante que no se detenga el proceso porque, aunque fuera de Washington, el Senado podría condenarlo e inhabilitar su eventual postulación para 2024. Habrá que esperar a los próximos días.

Como sabemos, Estados Unidos es una Federación, son los estados los que eligen al presidente. Lo hacen de acuerdo a procesos electorales que ellos mismos diseñan y administran de manera independiente. No habiendo controversia alguna en lo informado por los 51 Colegios Electorales, no correspondía al Senado más que ratificar lo decidido por ellos; pero estas últimas elecciones demuestran la necesidad de revisar un sistema electoral que, ciclo tras ciclo, reproduce diversas irregularidades; que por fortuna el poder judicial se encarga de solucionar. Así es el Estado de Derecho, las sentencias concluyen toda controversia.

Lo que queda después de todo esto, sin embargo, no se resuelve con una orden judicial. Es bueno verlo en perspectiva. No es la primera vez en la historia de la democracia americana que grupos sociales importantes protagonizan un “episodio insurreccional”, para seguir con el término utilizado por la prensa. El movimiento de derechos civiles desarrolló diversas estrategias para subvertir las instituciones de Jim Crow, un régimen de ciudadanía restringida, o sea autoritario. La mayoría de las acciones eran de naturaleza pacífica – como pudo ser la de Martin Luther King – pero menos pacíficos eran los métodos de Malcom X y los Black Panthers. El movimiento contra la Guerra de Vietnam, a su vez, también recurrió a la acción directa, las revueltas urbanas de aquellos años se propagaron por todo el país. Como ilustración: en 1968-69 las ocupaciones de los campus universitarios – Ivy Leagues Columbia y Cornell entre ellos -fueron protagonizadas por estudiantes armados. La violencia expresaba un rechazo explícito a las instituciones políticas. Tanto que la literatura comenzó a hablar de la “Crisis de la Democracia” en el país para dar cuenta de la ingobernabilidad en aumento.

Pasando rápidamente a este siglo, a las protestas en 2020 contra la brutalidad policial a raíz del asesinato de George Floyd; también han producido hechos de violencia; saqueos, vandalismo y enfrentamientos con adversarios y con las fuerzas del orden. Protagonizadas por BLM (Black Lives Matter), Antifa y otros grupos, la ocupación del espacio público y la reproducción de estrategias de acción directa continúan hasta hoy en varias ciudades. Es que como fenómeno sociológico la protesta siempre es susceptible de derivar en violencia. Verla como mera patología es la mejor manera de no entenderla. Los manifestantes que finalmente ingresaron al capitolio esta vez llegaron en buses desde el “hinterland”. Una población empobrecida por una agricultura cada vez menos competitiva internacionalmente, rezagados por la creciente desigualdad, inseguros frente al empleo inmigrante y con su estructura familiar devastada por una pandemia, no de COVID-19 sino de opioides. Su angustia es la de la marginalidad rural, así como BLM expresa la angustia de los afroamericanos. Ambos son excluidos por el cambio económico y son el descarte de la globalización, por no tener aptitudes para insertarse en el mercado laboral, por la violencia policial o de otro tipo, por no tener voz (y muchas veces, tampoco voto), por ser dejados de lado por un sistema político que usa lenguaje muy loable y correcto pero que en definitiva los trata como subalternos. Están las fotos y los videos de quienes vestían una camiseta con la leyenda “Deplorable” el miércoles 6. Esto proviene de la campaña electoral de 2016 cuando Hillary Clinton llamó a los partidarios de Trump “canasta de deplorables”. Pues ello confirma lo que sienten: la arrogancia y el desprecio de la política tradicional y la prensa liberal, la elite urbana e ilustrada que los ignora. Ese mismo día Anderson Cooper de CNN lo confirmó burlándose de ellos con ironía por ser clientes de restaurants baratos y hoteles de pocas estrellas, es decir, por su condición humilde. El supremacismo racial es repugnante, el de clase no es mejor. La exclusión y la ausencia de canales de expresión son un insumo perenne para la intolerancia y el extremismo. La violencia desplegada en la capital de la nación—y para con sus instituciones—no está desvinculada de ese sentimiento. La bronca de una turba casi nunca es obra de una sola persona. La profanación del capitolio, la irreverencia con los símbolos, y ese tipo de actos también expresan una contracultura. Se lo puede ver solo como materia de la justicia criminal, o también se los puede interpretar en su contexto social e histórico, incluyendo una Guerra Civil que, en sentido cultural, nunca concluyó.

La elite política tradicional y la mayoría de los medios pasaron cuatro años demonizando a Trump y su base de apoyo; lo cual no hace otra cosa que abrir la oportunidad para el surgimiento de líderes capaces de darles voz a quienes se sienten marginados. En Estados Unidos, quien repsentaba a esa gente era Trump. 74 millones de voluntades en vastas extensiones rojas del mapa y en un contexto de inclusión parcial así lo demostraron. Toda democracia es un pacto, un contrato social de múltiples dimensiones; de clase, de identidades, de culturas y de territorio. El contrato de esta democracia debe ser revalidado y probablemente enmendado. La elite política urbana y la administración entrante, con control del Ejecutivo y el Legislativo, pueden aprovechar el nuevo contexto y hacer algo al respecto, volver a producir un masivo proceso de incorporación ciudadana o, por el contrario, pueden seguir culpando al “otro”, al no ilustrado, al “white trash” así como demonizaron a Trump durante cuatro años. Si escogen este camino profundizarán lo que las autocracias de China, Cuba, Corea del Norte e Irán intuyen con sagacidad y por esa razón se burlan: que la democracia americana es cada vez menos viable. Y además, dejarán a las masas disponibles, disponibles para otro Trump, pero uno verdaderamente autoritario. O sea, un mejor político, más estratégico, analítico y coherente. Otro líder que le diga a la nación algo así como “para seguir siendo competitivos militar y comercialmente frente a nuestros adversarios, debemos reformular de raíz nuestro sistema político y nuestras instituciones, centralizar el poder para ser más eficientes y sacrificar derechos que valoramos pero que nos hacen vulnerables”. Trump no propuso nada de eso; sino que se marcha de la presidencia habiendo realizado importantes logros desde lo económico hasta en su política exterior.

Estimo que ahora si la gran invención americana, esa combinación única de libertad, poderío y prosperidad puede estar en riesgo, y se podría comenzar a hablar de populismo y fascismo con mayor precisión analítica, pues la censura comienza a institucionalizarse en ese país, dispuesta por monopolios privados que controlan el flujo de noticias y tienen una definida posición política.

Será interesante ver que pasa con el partido republicano, cuyo establishment no termina de aceptar a Trump como su líder, pero que se va de la presidencia con millones de votos de personas a quien representa; y más interesante aún será ver que hará un partido demócrata que hasta hace seis meses atrás estaba perdido y sin rumbo y ahora se encuentra en el poder; con tantas promesas de campaña a cuestas y cuando la normalidad luego del coronavirus vuelva a poner la agenda en aquellos aspectos sensibles para la sociedad norteamericana.-

AUTORIA: Abogado Raúl Bard

FUENTE: PRENSAFE

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